El valle del Lozoya, de unos veinticinco kilómetros de longitud y seis de ancho, es íntegramente madrileño. Está enclavado en pleno Sistema Central, una cadena orogénica constituida por rocas antiguas de composiciones diversas y de edad paleozoica deformadas intensamente por la orogenia Varisca que fueron reactivadas con posterioridad por los movimientos alpinos, ya en el Terciario avanzado.
Estructuralmente, el valle y las dos principales alineaciones montañosas de dirección suroeste noreste que lo limitan constituyen una serie de bloques levantados y hundidos limitados por fallas. Somosierra al norte y la Cabeza de Hierro al sur, son las elevaciones (pop-ups, en la literatura geológica), mientras que el valle en sí se corresponde con un bloque hundido entre los anteriores (pop-down). Incluso los profanos en la materia pueden percibir estos hechos al hacer una observación en el sentido longitudinal del valle.
La geomorfología de la zona no puede ser más variada, desde la derivada de la actuación del hielo y las nieves en las líneas de cumbres, con fenómenos de glaciarismo en el Alto Valle, (Circo y Laguna de Peñalara, recogidos en otro apartado de este blog) y periglaciarismo generalizado en el resto, dan paso a laderas y fondos de valle ocupadas por vegas, rellenas por sedimentos acarreados por los conos de deyección y los glacis de acumulación desde las laderas.
Si el valle del Lozoya es geológicamente interesante, su biodiversidad podría considerarse también como espléndida. La vegetación se dispone en las laderas de acuerdo con la distribución altitudinal característica, de manera que el ascenso desde las partes bajas del valle por cualquiera de las carreteras que nos llevan a la vecina provincia segoviana al norte (Puerto de Navafría) o hacia Miraflores de la Sierra al sur, (Puertos de Canencia y la Morcuera), permite observación de los distintos pisos de vegetación adaptada a las condiciones climáticas y orográficas del área.
Desde las vegas, donde abundan los chopos, álamos, sauces en los bosques de ribera de los numerosos ríos y arroyos de la zona; y las fresnedas adehesadas, entre los sotos y los pastizales, puede diferenciarse a medida que se asciende, el denominado piso de vegetación mesomediterráneo constituido por el encinar, que progresivamente da paso al piso llamado supramediterráneo conformado por los rebollos o melojos, el robledal típico, que alberga en su interior abundante pino de repoblación, abedulares, serbales aislados, tejos y acebos. Culminando en las zonas más altas con el piso oromediterráneo de piornal, enebro rastrero entre otros arbustos que comparten espacio aquí con pinares autóctonos, y ya en las cumbres con las praderas adaptadas de las condiciones nivales más extremas.
Describir la biodiversidad de fauna haría exhaustiva la lista, valga con recoger a modo de cita la presencia de grandes y pequeños mamíferos, como el corzo, el gamo, el jabalí, el zorro o las ginetas; de aves predadoras surcando los cielos a cualquier hora del día como el majestuoso buitre o los halcones peregrinos, u otras más o menos visibles alegrando el paraje desde los árboles con sus cantos específicos en sinfonías interminables. Anfibios y reptiles esquivos junto con otros invertebrados no menos bellos completan el cuadro.
En definitiva, una recomendación de visita a la naturaleza y a los pueblos del entorno que no puede dejar de hacerse, eso sí, de acuerdo con las elementales normas de comportamiento y respeto que desde Siringa siempre se preconiza.